La lectura: magia del cuento y la ilustración, un relato muy personal


 

Mi relación con la lectura comenzó con la Mafalda de Quino, incluso antes de saber leer. Teníamos toda la colección. No sabía lo que decía la historieta pero entendía perfectamente la situación y con lo que entendía, hacía un cuento nuevo que le leía a mi hermana Karla, menor que yo solo 11 meses.

Recuerdo que en esa época no teníamos una biblioteca y los libros ilustrados eran pocos, pero teníamos un gran volumen de Las mil y una noches. Era enorme. 

Sus grandes y gruesas páginas atesoraban hermosas ilustraciones de personajes vestidos exóticamente. Nosotras ya empezábamos a deletrear y a componer sílabas, formábamos palabras torpe pero insistentemente en todo lo que estaba impreso: A-lí-ba-bá-y-los-cua-ren-ta-la-dro-nes, decía Karla, que fue la primera en terminar el libro de lectura en nuestro salón y por eso la aplaudimos mucho. "Verus, acá dice que éste es Alí Babá y este montón de gente son los cuarenta ladrones..." yo, que siempre creaba historias de todo, le inventaba el resto del relato y ella lo iba completando con otras anécdotas.

Karla y yo teníamos nuestro Mil y una noches personal, éramos la encarnación de Scheherezade en dos pequeños cuerpos de niñas de largas trenzas.

Tiempo después, ya con una biblioteca pequeñita, tuvimos un precioso ejemplar de El Principito que nos regaló Odalis, una gran amiga de mi mamá Doris. La historia del pequeño príncipe, junto al de El gato manchado y la golondrina Sinhá y a La historia de un caballo que era bien bonito - de Jorge Amado y Aquiles Nazoa, respectivamente - son los cuentos de mi infancia, sus historias y sus acuarelas me llevaban a otros parajes.

En ese entonces nos hicimos miembros de la bilioteca de la escuela y de allí nos llevamos hermosos ejemplares para leer en casa. Ningún lugar es tan mágico en mi recuerdo, como la biblioteca de la escuela a la hora del recreo.

Aunque esas historias llenaron mis tardes, no fueron las que me convirtieron en una lectora voraz. A mis 10 años de edad, empecé con la lectura de grandes: El enano, de Pär Lagerkvist, La Metamorfosis, de Kafka y Cien años de Soledad, de Gabriel García Márquez, fueron las obras que me iniciaron en el "vicio de la lectura".

Y volvió Odalis al ataque, nos trajo La historia interminable, de Ende.

Ya habíamos visto la versión cinematográfica y, al sumergirme en las páginas ámbar y esmeralda del libro, comprendí rápidamente que ése era un mundo mucho más grande, maravilloso y complejo. No quiero desmeritar la hermosa película ni el fabuloso esfuerzo de sus tres guionistas, pero noventa y cuatro minutos no son suficientes para contar toda la aventura de Atreyu y Bastian Baltazar Bux en el mundo de Fantasía.

Pocos personajes de la literaura me han marcado tanto como los más asombrosos de Fantasía y solo la imagen magnífica del universo se puede comparar a la Nada devoradora que describe Ende.

Esta gran novela tiene pocas ilustraciones - aunque lo merece por inmensa que pueda ser esa empresa - hay tan solo una por cada inicio de capítulo, que a su vez son la ornamentación de la letra capital, lo que a su vez es el alfabeto en orden perfecto.




Mientras yo leía estos relatos fantásticos, en las tardes calurosas de mi ciudad, escuchaba a mi hermana Nancy, la menor de nosotras, leer en voz alta el poema de Aquiles Nazoa, La ratoncita presumida. A Nan le encantaba tanto ese poema que al poco tiempo lo recitaba de memoria en cualquier lugar y a cualquier hora.

Aunque con el tiempo nuestra biblioteca fue cambiando de tamaño y de volúmenes, mi verdadera relación con la literatura infantil empezó con Aquiles, mi hijo, y es una relación que se mantiene, porque si antes compraba los más bellos libros ilustrados para él, ahora que es más alto que yo, los compro para mí.

Fernando Furioso, El gran Fercho y Cuentos en verso para niños perversos son algunas de las aventuras que Aquiles y yo disfrutamos juntos. Me gustaba leerle antes de dormir pero también en las tardes. No solo disfrutábamos la lectura, también comentábamos las ilustraciones. Interrumpíamos el relato para preguntarnos cuál raza sería la del perro de Fercho; para comparar al gato manchado con Malasaña, el nuestro; contábamos la cantidad de patos salvajes o de balones que estaban en las ilustraciones de una colección de libros que contaban del 1 al 10 junto a una familia de osos.

El Principito nos ponía tristes, mucho. Sobre todo el borracho. Las brujas, de Roal Dahl, le asustaban a Aquiles, pero a mí me daba mucha risa el miedo del protagonista y el de mi hijo. Crictor, de Ungerer, nos fascinaba por la historia y por las ilustraciones. Toda la colección de Chigüiro, del colombiano Ivar Da Coll, quien cuenta e ilustra maravillosamente, nos enternecía. Hoy mi hijo recuerda a Chigüiro con cariño.



Hay tantos libros, y tantos más, que no alcanza ni el tiempo ni el espacio en este artículo, solo quiero enfatizar que si mi hijo es hoy en día un excelente artista plástico y yo guionista - y también escritora e ilustradora de cuentos infantiles - se debe en gran medida a los libros de nuestra infancia. Estoy segura.

Hasta la próxima.

Por Veruscka Cavallaro Orence
Guionista, ilustradora y lectora de cuentos infantiles




























Comentarios

  1. Qué historia tan encantadora de tu relación con los libros y ese universo de asombro...

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